Monday, February 04, 2008

La magia del turismo

El hecho que me puso a pensar en esto ocurrió hace un tiempo en Río de Janeiro, en donde me encontré debido a un viaje de trabajo. Como parte del evento, mis huéspedes me invitaron a un prestigioso espectáculo nocturno de bailes folclóricos. El show prometía mostrarnos “una muestra vibrante de la inmensa riqueza cultural del Brasil”.

Cruzamos la taquilla para llegar al interior de un pequeño teatro. Un acomodador vestido con un traje de carnaval y una incansable sonrisa que parece ser sincera nos lleva hasta nuestros asientos. Algunos minutos después sobre la tarima un alegre presentador nos da la bienvenida e introduce el espectáculo en cinco idiomas diferentes.

Una centena de turistas sudorosos reciben con profundas exclamaciones la llegada de una banda de músicos de zamba. Las sonrisas invencibles y los estrafalarios vestidos de carnaval descoloridos no logran ocultar el cansancio de lo bailarines en ésta, la tercera función del día.

Entre la marea de rostros pálidos de los espectadores sobre los cuales se ha encarnizado el sol del trópico se notan los rasgos extranjeros. Hay ciudadanos de una veintena de países, en su mayoría europeos y anglosajones con algunas manchas orientales.

Sobre el escenario los números se suceden con la precisión que noche tras noche de repetición les otorgan. Al final del espectáculo los bailarines bajan hasta el nivel de los asientos y se pasean por entre las sillas con sus atuendos brillantes. Entregados, ebrios e hipnotizados por el ritmo creciente de los tambores, varios turistas se lanzan a bailar. Espero poder olvidar pronto la desastrosa imagen del anciano sueco bailando zamba de la peor manera al pie de una mulata imponente. Ni hablar de la escena bochornosa protagonizada por un veterano coreano sobrepasándose con una de las bailarinas quien lo rechaza de manera firme y con la cordialidad que el respeto a su fuente de ingresos le obliga.

A la salida de la sala, a un lado de la acera un indio vende el derecho a que le tomen fotos. Está burdamente disfrazado de cacique y posa impasible al lado de los turistas con una boa desnutrida y en permanente estado de catalepsia que las turistas más avezadas se colocarán de collar.

Ya en la calle los turistas se desparraman ruidosos y en desorden. Han venido desde lejos y tienen el derecho a cagarse en todo el mundo pues los viajes no han salido baratos y para esto se han sacrificado tanto trabajando como bestias y ahorrando desde hace un año. Casi todo les está permitido, igual nadie los conoce, mañana no estarán acá y nadie vendrá a pedirles cuentas.

Largas horas pasadas viendo los documentales de televisión les han dejado sembrado el irreprimible deseo de conocer el mundo, de saborear de cerca lo exótico. Han visto los rostros sonrientes a pesar del hambre y la pobreza. Han cruzado dos océanos diferentes, han desafiado las colas infinitas y el tedio de los aeropuertos. Han derrotado el hambre que las magras raciones de los aviones les han provocado.

Se enorgullecen de su valor y se relamen los labios al pensar en el impacto que los volúmenes de fotos y los relatos de sus aventuras causarán a sus amistades y familia. Esas fotos insoportables que los vecinos tendrán que admirar muertos del aburrimiento y de la envidia. A la larga eso es lo más importante, las fotos: que los nativos aparezcan sonrientes, que se vean los colores folclóricos y los ranchitos humildes pero pintorescos al pie de la carretera.

Los turistas con ambiciones artísticas toman fotos en blanco y negro, colores que todo lo limpian y le dan un aire de nostalgia al más miserable de los entornos. Esos tonos hacen ver el retrato del niño que arrea una mula desvencijada como una simpática imagen del atraso.

No escatiman en el número de fotos; después de todo la su memoria está tan atafagada de novedades y de datos que a los pocos días de volver a su país no sabrán si ese memorable plato de mariscos (al que le han tomado la foto de rigor) se lo engulleron en la ciudad A o en el puerto B.

Las playas blancas son iguales en todas partes y el calor, el aire pegajoso y los cocteles azucarados de ron barato adornados con las torpes sombrillitas de papel que el bar abierto del hotel provee sin limitaciones les nubla la mente y confunde sus sentidos. Las fotos serán lo único que les permita consolidar los desordenados recuerdos.

Hay que ver la jeta de asombro de la pequeña burguesía latinoamericana en Disneylandia ante los espantosos elefantes de plástico y metal para comprobar que el fenómeno no tiene raza ni color. Todos los habitantes de los países pobres soñamos con poder a nuestra vez hacer lo mismo. Ya nos llegará el turno, al fin y al cabo las cifras del desarrollo no mienten y en algunas décadas habrá campo para todos, unos viajando en una dirección en busca del sofoco y los colores fuertes, los otros en la dirección contraria buscando la austeridad de los museos y de las antiguas iglesias en ruinas.

El turismo, plaga de nuestros tiempos, es la enfermedad del tiempo libre, de la pereza, de la falta de imaginación. Con jornadas reducidas de trabajo y dinero de sobra los ciudadanos del primer mundo invaden cualquier lugar de la tierra que posea el encanto de lo original y de lo exótico.

Parece que éste es nuestro destino; la humanidad se ha reventado para que al caer la tarde en alguna playa a orillas del mar Caribe un turista Francés borracho que porta un inepto sombrero de paja intente cogerle el culo a una infeliz y pintoresca vendedora de frutas mientras posan para una foto.

Daniel Barragan

3 comments:

Anonymous said...

Totalmente de acuerdo pero es mas molesto cuando uno regresa a su propio país (después de muchos años) y se da cuenta de que uno es un turista mas

Unknown said...

Muy divertido, yo no salgo ni a la esquina, y tu blog es lo más lejos a lo puedo aspirar actualmente, Hay Argentina, cuanto me debes!

Daniel said...

Gracias! Pero vives en el 2o mejor pais del mundo, no te puedes quejar