Monday, February 25, 2008

Esta página se esta volviendo un clásico de Internet: Lo que le gusta a la gente blanca.

La condescendencia de ciertas personas educadas de Norteamérica que tratan de parecer amigas de la “multiculturalidad” puede ser más insultante para algunos de nosotros que otras formas de racismo mas evidentes:

In general, white people love situations where they can’t lose. While this does account for the majority of their situations, perhaps the safest bet a white person can make is to buy a house in an up-and-coming neighborhood.

White people like to live in these neighborhoods because they get credibility and respect from other white people for living in a more “authentic” neighborhood where they are exposed to “true culture” every day. So whenever their friends mention their home in the suburbs or richer urban area, these people can say “oh, it’s so boring out there, so fake. In our neighborhood, things are just more real.” This superiority is important as white people jockey for position in their circle of friends.

Los pobres tambien se ganan su cuota de simpatía:
White people spend a lot of time of worrying about poor people. It takes up a pretty significant portion of their day.

They feel guilty and sad that poor people shop at Wal*Mart instead of Whole Foods, that they vote Republican instead of Democratic, that they go to Community College/get a job instead of studying art at a University.

It is a poorly guarded secret that, deep down, white people believe if given money and education that all poor people would be EXACTLY like them. In fact, the only reason that poor people make the choices they do is because they have not been given the means to make the right choices and care about the right things.

A great way to make white people feel good is to tell them about situations where poor people changed how they were doing things because they were given the ‘whiter’ option. “Back in my old town, people used to shop at Wal*Mart and then this non-profit organization came in and set up a special farmers co-op so that we could buy more local produce, and within two weeks the Wal*Mart shut down and we elected our first Democratic representative in 40 years.” White people will first ask which non-profit and are they hiring? After that, they will be filled with euphoria and will invite you to more parties to tell this story to their friends, so that they can feel great.

But it is ESSENTIAL that you reassert that poor people do not make decisions based on free will. That news could crush white people and their hope for the future.

Sunday, February 17, 2008

Llevo 18 meses en Alberta, que es el equivalente Canadiense de Texas. No me he dejado vencer por el encanto de las camionetas pickup faraónicas con motores de 6 litros. También puedo decir que todavía me parecen detestables la cacería de osos y las políticas social conservadoras del partido que lleva 37 años gobernando esta Provincia.

Pero algunas veces me pregunto si los inviernos de 6 meses, el trabajo en los campos de Oil Sands, el apostar (para perder siempre) en peleas de la UFC transmitidas en los bares de los campamentos me están convirtiendo poco a poco en un Redneck.

Noto que me gozo como nadie episodios de Trailer Park Boys, ya tengo un sombrero de cowboy falso (Australiano) y el Rye que es una especie de bourbon barato, me parece una bebida decente.

Lo que me preocupa de verdad es que he venido desarrollado cierto gusto por el rockabilly que me comenzó con la banda sonora de Oh Brother, where art thou? y con el alt-country de esa obra maestra que es Yankee Hotel Foxtrot de Wilco. Por ejemplo, esta canción de Old Crow Medicine Show inspirada en Bob Dylan me parece lo máximo:

And I gotta get a move on before the sun

I hear my baby calling my name and I know

That she’s the only one

And if I died in Raleigh at least I will die free

Monday, February 04, 2008

La magia del turismo

El hecho que me puso a pensar en esto ocurrió hace un tiempo en Río de Janeiro, en donde me encontré debido a un viaje de trabajo. Como parte del evento, mis huéspedes me invitaron a un prestigioso espectáculo nocturno de bailes folclóricos. El show prometía mostrarnos “una muestra vibrante de la inmensa riqueza cultural del Brasil”.

Cruzamos la taquilla para llegar al interior de un pequeño teatro. Un acomodador vestido con un traje de carnaval y una incansable sonrisa que parece ser sincera nos lleva hasta nuestros asientos. Algunos minutos después sobre la tarima un alegre presentador nos da la bienvenida e introduce el espectáculo en cinco idiomas diferentes.

Una centena de turistas sudorosos reciben con profundas exclamaciones la llegada de una banda de músicos de zamba. Las sonrisas invencibles y los estrafalarios vestidos de carnaval descoloridos no logran ocultar el cansancio de lo bailarines en ésta, la tercera función del día.

Entre la marea de rostros pálidos de los espectadores sobre los cuales se ha encarnizado el sol del trópico se notan los rasgos extranjeros. Hay ciudadanos de una veintena de países, en su mayoría europeos y anglosajones con algunas manchas orientales.

Sobre el escenario los números se suceden con la precisión que noche tras noche de repetición les otorgan. Al final del espectáculo los bailarines bajan hasta el nivel de los asientos y se pasean por entre las sillas con sus atuendos brillantes. Entregados, ebrios e hipnotizados por el ritmo creciente de los tambores, varios turistas se lanzan a bailar. Espero poder olvidar pronto la desastrosa imagen del anciano sueco bailando zamba de la peor manera al pie de una mulata imponente. Ni hablar de la escena bochornosa protagonizada por un veterano coreano sobrepasándose con una de las bailarinas quien lo rechaza de manera firme y con la cordialidad que el respeto a su fuente de ingresos le obliga.

A la salida de la sala, a un lado de la acera un indio vende el derecho a que le tomen fotos. Está burdamente disfrazado de cacique y posa impasible al lado de los turistas con una boa desnutrida y en permanente estado de catalepsia que las turistas más avezadas se colocarán de collar.

Ya en la calle los turistas se desparraman ruidosos y en desorden. Han venido desde lejos y tienen el derecho a cagarse en todo el mundo pues los viajes no han salido baratos y para esto se han sacrificado tanto trabajando como bestias y ahorrando desde hace un año. Casi todo les está permitido, igual nadie los conoce, mañana no estarán acá y nadie vendrá a pedirles cuentas.

Largas horas pasadas viendo los documentales de televisión les han dejado sembrado el irreprimible deseo de conocer el mundo, de saborear de cerca lo exótico. Han visto los rostros sonrientes a pesar del hambre y la pobreza. Han cruzado dos océanos diferentes, han desafiado las colas infinitas y el tedio de los aeropuertos. Han derrotado el hambre que las magras raciones de los aviones les han provocado.

Se enorgullecen de su valor y se relamen los labios al pensar en el impacto que los volúmenes de fotos y los relatos de sus aventuras causarán a sus amistades y familia. Esas fotos insoportables que los vecinos tendrán que admirar muertos del aburrimiento y de la envidia. A la larga eso es lo más importante, las fotos: que los nativos aparezcan sonrientes, que se vean los colores folclóricos y los ranchitos humildes pero pintorescos al pie de la carretera.

Los turistas con ambiciones artísticas toman fotos en blanco y negro, colores que todo lo limpian y le dan un aire de nostalgia al más miserable de los entornos. Esos tonos hacen ver el retrato del niño que arrea una mula desvencijada como una simpática imagen del atraso.

No escatiman en el número de fotos; después de todo la su memoria está tan atafagada de novedades y de datos que a los pocos días de volver a su país no sabrán si ese memorable plato de mariscos (al que le han tomado la foto de rigor) se lo engulleron en la ciudad A o en el puerto B.

Las playas blancas son iguales en todas partes y el calor, el aire pegajoso y los cocteles azucarados de ron barato adornados con las torpes sombrillitas de papel que el bar abierto del hotel provee sin limitaciones les nubla la mente y confunde sus sentidos. Las fotos serán lo único que les permita consolidar los desordenados recuerdos.

Hay que ver la jeta de asombro de la pequeña burguesía latinoamericana en Disneylandia ante los espantosos elefantes de plástico y metal para comprobar que el fenómeno no tiene raza ni color. Todos los habitantes de los países pobres soñamos con poder a nuestra vez hacer lo mismo. Ya nos llegará el turno, al fin y al cabo las cifras del desarrollo no mienten y en algunas décadas habrá campo para todos, unos viajando en una dirección en busca del sofoco y los colores fuertes, los otros en la dirección contraria buscando la austeridad de los museos y de las antiguas iglesias en ruinas.

El turismo, plaga de nuestros tiempos, es la enfermedad del tiempo libre, de la pereza, de la falta de imaginación. Con jornadas reducidas de trabajo y dinero de sobra los ciudadanos del primer mundo invaden cualquier lugar de la tierra que posea el encanto de lo original y de lo exótico.

Parece que éste es nuestro destino; la humanidad se ha reventado para que al caer la tarde en alguna playa a orillas del mar Caribe un turista Francés borracho que porta un inepto sombrero de paja intente cogerle el culo a una infeliz y pintoresca vendedora de frutas mientras posan para una foto.

Daniel Barragan

Sunday, February 03, 2008

La noción del Futuro con la cual crecimos nos hacía sonar con comida instantánea en píldoras, carros voladores y pistolas láser. Al parecer aún el Futuro no ha llegado y nos toca conformarnos con esto: