Wednesday, September 05, 2007

Vengo de un país pobre donde se nos ha enseñado que las cosas de afuera son siempre mejores. La Felicidad para mí siempre tuvo la forma de paisajes extranjeros que forraban las paredes de las panaderías de pueblo y ahogaban los almanaques de las ferreterías.

Esta tenía casi siempre la forma de un lago en medio de unas montañas. Se trataba siempre de un lago con un agua azul y cristalina. El color del agua en esos lagos contrastaba de manera cruel con el tono terroso de los lagos que nos habían correspondido ver a nosotros.

Alrededor del lago se veía una multitud de pinos majestuosos, pinos verdes todos iguales y organizados como en un desfile militar en bosques perfectos que contrastaban con el desorden de nuestras selvas calientes, con su aire tan pegajoso y tan llenas de bichos.

Algunas veces aparecía en la foto una casa construida de una manera que supe llamar para siempre el Estilo Suizo. Otras veces asomaban las ruinas de un castillo medieval, construido en una época que también fue mejor que la que nos tocó vivir a nosotros.

En el cielo de estas fotos paradisíacas siempre había un par de nubes blancas que parecían ser de algodón y vagaban despacio sobre el cielo impecable. El aire en estas fotos se veía tranquilo, se sentía limpio y puro y se podía casi respirar el olor de los pinos. Al fondo se apreciaban invariablemente unos portentosos picos rocosos cubiertos de nieve resplandeciente. Era la magia de la nieve que nos empeñábamos en buscar después de una granizada o raspando con un vaso las paredes del congelador de la nevera de la casa.

Allá se vive bien, lejos de las afugias que nos toca vivir todos los días solíamos decirnos al contemplar hipnotizados los parajes fastuosos. En ese mundo perfecto la lluvia no causa inundaciones el agua azul es pura y se puede tomar sin hervir y sin el repugnante sabor a cloro de las pastillas.

La imagen de esa Felicidad es tan profunda y atrayente que nos hemos empeñado en llevarla a nuestras casas en la forma de burdas acuarelas y óleos que contaminan las paredes de todas las salas en las casas de la clase media latinoamericana.

He visto los lagos perfectos, más de los que nunca soñé ver. Me he atragantado con los olores de los pinos en verano, otoño y en invierno y en estos primeros días de Septiembre temo la caída de la primera nevada que llega temprano acá a Fort McMurray donde trabajo ahora y paso la mayor parte del tiempo. Los paisajes increíbles no dejan de impresionarme pero hoy extraño el aire frío y húmedo de la abandonada finquita que tenemos con mi hermanos en Tausa y el calor picante que se comienza a sentir cuando se pasa por debajo de la Nariz del Diablo en la ruta hacia Melgar.

El amigo Alvaro Mutis habla como nadie de la magia de la tierra caliente y de la irremediable soledad de lo que se pierde al vivir lejos. Lástima no tener alguno de sus libros a la mano ahora para alimentar este ataque de nostalgia tan inesperado.